En pleno 2025, la mayoría de nosotros utilizamos versiones modernas de Windows, macOS, Android o iOS en nuestros ordenadores, portátiles y móviles. La sola idea de usar un sistema operativo antiguo nos parece impensable. Sin embargo, lo hacemos —y más a menudo de lo que creemos—, directa o indirectamente, porque muchos sistemas críticos aún dependen de software que debería estar jubilado hace años.
La BBC rescató recientemente un debate inquietante: nuestra dependencia, todavía vigente, de sistemas operativos obsoletos. El problema no solo afecta a grandes corporaciones, sino también a usuarios comunes, que se ven forzados a interactuar con estas plataformas desfasadas por pura necesidad, no por elección.
Uno de los ejemplos más ilustrativos es el de los cajeros automáticos. En 2014, el 89% de los cajeros en Europa seguían funcionando con Windows XP, y algunos incluso con versiones más antiguas como Windows NT, lanzado en 1993. Aunque en los últimos años se ha avanzado hacia soluciones más actuales, como Windows 10 IoT Enterprise LTSC —que todavía tiene soporte de seguridad por unos años más—, muchos cajeros aún operan con Windows 7 Embedded o incluso con sistemas anteriores, lo que representa una amenaza constante desde el punto de vista de la ciberseguridad.
Pero no solo los cajeros están anclados en el pasado. En Suecia, varios sistemas de control ferroviario siguen operando con Windows XP, e incluso algunos con Windows 95. En Alemania, la compañía ferroviaria Deutsche Bahn llegó a publicar una oferta de empleo solicitando administradores con conocimientos en Windows 3.11 y MS-DOS. Y en San Francisco, algunos trenes no pueden funcionar sin que se les inserte un disquete cada mañana. Japón, con toda su avanzada tecnología, también tiene sus propios casos de dependencia de software legado.
Estos sistemas heredados, conocidos como «legacy», están presentes en aeropuertos, estaciones de tren y administraciones públicas de todo el mundo. No es raro ver pantallas de embarque o mostradores de facturación funcionando con Windows XP o Windows 7. Y en casos más extremos, como el del sistema francés DECOR para controladores aéreos, se llegó a descubrir que aún funcionaba con Windows 3.1 en pleno 2015.
En España, cuando finalizó el soporte oficial para Windows XP en 2014, muchas administraciones públicas se encontraron con el dilema de cómo seguir operando sin exponer sus sistemas a vulnerabilidades. Aún más preocupante es el caso de Internet Explorer: pese a que dejó de recibir soporte, muchos trámites públicos siguen dependiendo de su funcionamiento.
El gran obstáculo para la actualización está en el hardware: cada nueva versión de Windows deja atrás ciertos estándares, protocolos o dispositivos. Y cuando una infraestructura depende de ese hardware, actualizar el software puede ser inviable sin cambiar todo el sistema, lo cual representa un coste enorme. Por eso, muchas organizaciones optan por una filosofía conservadora: «si funciona, no lo toques».
La paradoja es clara: vivimos rodeados de tecnología de punta, pero buena parte del mundo sigue funcionando con el software del siglo pasado. Y eso, más allá de la nostalgia, implica riesgos que no podemos seguir ignorando.
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