Lo que comenzó como un domingo cualquiera en Lexington, Kentucky, se convirtió en una escena digna de comedia surrealista para Holly LaFavers. Al abrir la puerta de su apartamento, se encontró con 22 enormes cajas apiladas. Dentro, más de 70.000 piruletas Dum-Dums que su hijo de ocho años, Liam, había encargado accidentalmente por Amazon, creyendo que simplemente organizaba un carnaval para sus amigos.
El pedido, valorado en 4.200 dólares, vació la cuenta bancaria de LaFavers y desató el caos. Aunque intentó cancelar la compra, Amazon solo permitió devolver una parte: el resto, clasificado como “alimento”, no era reembolsable. Desesperada, recurrió a las redes sociales para revender las cajas y recuperar parte del dinero. Pero la historia no tardó en volverse viral.
La anécdota tocó una fibra sensible en Estados Unidos. Padres de todo el país compartieron experiencias similares: compras accidentales de monedas virtuales, suscripciones inesperadas y pedidos insólitos realizados por niños sin supervisión. El caso de Liam se convirtió en un ejemplo de los peligros del acceso sin restricciones a plataformas de comercio electrónico.
El revuelo fue tal que los medios nacionales se hicieron eco y, ante la presión pública, Amazon decidió reembolsar el monto completo como gesto de buena voluntad. La compañía aprovechó para suavizar el golpe reputacional con una frase pegajosa: convertir “una situación dulce y pegajosa en algo aún más dulce”.
Con el dinero de vuelta, LaFavers optó por no vender las piruletas, sino regalarlas a quienes se habían solidarizado con ella. Oficinas, escuelas, iglesias y vecinos del barrio recibieron parte del insólito cargamento. Incluso la empresa Spangler Candy Co., fabricante de Dum-Dums desde 1924, se sumó a la historia invitando a la familia a visitar su fábrica en Ohio.
Liam, por su parte, ofreció vender su colección de cartas Pokémon para ayudar a compensar el error. Su gesto conmovió a muchos, aunque sus privilegios de navegación en Amazon fueron suspendidos indefinidamente.
Más allá del desenlace feliz, el caso deja una lección clara: en la era del e-commerce, la delgada línea entre juego y transacción real puede ser peligrosa cuando se deja en manos de los más pequeños. El acceso sin restricciones a plataformas digitales exige controles parentales, métodos de pago desvinculados y, sobre todo, una educación temprana en consumo responsable. Porque los niños de hoy ya no solo juegan a comprar: a veces, compran de verdad.
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